Paseo Nocturno (cuento)

Facundo Martín Desimone


Mi paso es lento e inércico. Ensangrentado por las tenues luces que nos provee el Gobierno. Los jóvenes me divisan y doblan la esquina, apurando el paso, agregando un nuevo repiqueteo que se acopla unos instantes a la pálida y fugaz armonía de la noche. Aunque, en realidad, debería haber sido yo el que tendría que haber estado asustado de ellos.

Claro que, un hombre caminando solo en la inevitable quietud de la noche, en una ciudad muerta, no debe resultar tranquilizador. Más bien todo lo contrario.

Es martes y es de noche. Son vacaciones. Pero otros años han sido vacaciones también y es la primera vez que experimento semejante vacío en una ciudad en donde las noches son “el demoníaco ritual de la líbido”.

Camino. Sin apurar el paso, porque cuando uno no tiene muy en claro algún punto de llegada, tampoco tiene ningún apuro en llegar.

Si es una broma, ya llegó al colmo de la morbosidad; solo se escucha el ruido del helado y amainado viento, que descalibra mis facciones pero no es capaz de arrancar el más mínimo movimiento a la miserable hoja caducifolia que pende débilmente de una rama desnuda y solitaria en la masa del árbol, agregado como por error en esa vereda tan desierta de árboles.

Ghost - Dublin, Ireland - Black and white mobile street photography

No. La ciudad no debería estar tan oxidada, aunque sea martes y sea la hora que es (y haga un frío que cala los huesos).

El auto dobla en la curva. Viene de la avenida. El único latido en varios minutos. A medida que se acerca, aminora la marcha gradualmente.

¿Debería tener miedo? ¿Debería asustarme?  No estoy muy seguro de acordarme muy bien cómo era eso.

No puedo distinguir a los pasajeros. La iluminación no ayuda. Su velocidad sigue disminuyendo. Lo imito, a medida que nos acercamos. Deberíamos encontrarnos en un mismo punto. Pero soy el primero en detenerme.

El auto me pasa y continua su agonizante marcha. Hasta que finalmente se detiene, casi llegando a mitad de cuadra.

Road to Photography

No sé por qué me detuve. Tal vez el frío me  haya congelado las articulaciones. Tal vez esto sea el famoso “miedo”. En todo caso, ya no importa. Lo hecho, hecho esta, y pasará lo que tenga que pasar.

Cuando uno vive en una metrópolis, se acostumbra a ciertos ruidos, a ciertos silencios. E incorpora también ciertas combinaciones que, con el tiempo, su cerebro llega a aceptar como “automáticas”, como verdades irrefutables.

Como puede ser, por ejemplo, que cuando un auto se detiene y se abren las puertas, el motor cierra su grosera y grotesca boca.

La puerta se abre, una persona baja. El motor sigue rugiendo. Una especie de metal líquido recorre mis arterias, desafinando la fuerza de gravedad.


El golpeteo de unos zapatos, que adivino negros y brillantes, contra la languidez de las baldosas. No se puede aplazar lo inevitable.

Casi puedo contar los pasos que faltan para que llegue a mi espalda.

13… 12 … 11… 10… 9… 8… 7… 6… 5… 4… 3.

Se detiene. No lo entiendo. Corre, se aleja por donde vino. Corre hasta que el sonido de sus zapatos desaparece en la esencia de la noche. Algo debió haberlo asustado mucho.

La puerta del auto se cierra. El motor continúa con su bramido. Y yo espero.

Solo dos cosas pueden ocurrir: que el auto arranque y se vaya, o que apague su maldito motor. Cualquiera de las dos opciones me devolvería el amargo sabor de un silencio limpio de impurezas.

Pero el auto no se mueve y el motor no se apaga.

Concentro toda la energía mental en volver a mandar la orden.

Esta vez, las piernas me escuchan. Comienzan a desplazarse, otra vez la lucha contra la gravedad. Comienza nuevamente el repiqueteo.

No importa el motivo. No importa que el auto continué parado en el medio de la calle. Lo que importa es que lentamente el hipnotizante ruido de su motor va quedando atrás.


Camino… camino… camino.

Hasta que un árbol de tronco grueso y arrugado me hace perder la noción de las cuadras caminadas, y ya no las puedo seguir contando.

El silencio se torna exasperadamente insoportable. Es como una suerte de silencio de película de Kubrick, en donde se podría escuchar la respiración del camarógrafo (si cada toma no estuviera prolijamente editada).

Qué idiota que soy. No debí alejarme del ruido del motor. Era escalofriante, es cierto, pero de alguna extraña manera, me reconfortaba como un antídoto contra este pseudo-silencio tan hijo de la negación de dios.

El débil ruido de mis pasos se escucha con demasiada claridad.

Es desesperante, inaguantable.

Empiezo a tener problemas para respirar.

Me agito sin motivos.

Mis pulsaciones se aceleran.

Daría lo que no tengo porque algo, cualquiera cosa, lo que sea, rompiera este silencio cargado de humedad.

Pero nada.

Solo esa sombra que viene desde atrás, proyectándose en la vereda y parte del pavimento, devorándolo todo a su paso.

Y ni un mísero sonido.

Ghost City II

* Relato finalista del concurso "Ahora! (arte joven)", llevado a cabo por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires en el año 2007, publicado en el mismo año, en la antología homónima.

Facundo Martín Desimone es escritor, periodista, músico (León-O), guionista (Edén Comics) y actor (Convalece).

Comentarios

  1. Como siempre , palabras implacables, arrasadoras, evocadoras , transportadoras . Me sumergo en un escenario frío, tenso en el que parezco protagonizar yo misma....

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

Laguna - Capítulo 3

Nueva (y breve) camada de Haíkus (el acento es a propósito, eh; no se vayan a creer soy tan ignorante, no se vayan a)

Laguna - Capítulo 4